miércoles, 4 de enero de 2012

El Río
Por Julio Cortazar
De Final de Juego

    Y sí, parece que es así, que te has ido diciendo no sé qué cosa, que te ibas a tirar al Sena, algo por el estilo, una de esas frases de plena noche, mezcladas de sábana y boca pastosa, casi siempre en la oscuridad o con algo de mano o de pie rozando el cuerpo del que apenas escucha, porque hace tanto que apenas te escucho cuando dices cosas así, eso viene del otro lado de mis ojos cerrados, del sueño que otra vez me tira hacia abajo. Entonces está bien, qué me importa si te has ido, si te has ahogado o todavía andas por los muelles mirando el agua, y además no es cierto porque estás aquí dormida y respirando entrecortadamente, pero entonces no te has ido cuando te fuiste en algún momento de la noche antes de que yo me perdiera en el sueño, porque te habías ido diciendo alguna cosa, que te ibas a ahogar en el Sena, o sea que has tenido miedo, has renunciado y de golpe estás ahí casi tocándome, y te mueves ondulando como si algo trabajara suavemente en tu sueño, como si de verdad soñaras que has salido y que después de todo llegaste a los muelles y te tiraste al agua. Así una vez más, para dormir después con la cara empapada de un llanto estúpido, hasta las once de la mañana, la hora en que traen el diario con las noticias de los que se han ahogado de veras.
    Me das risa, pobre. Tus determinaciones trágicas, esa manera de andar golpeando las puertas como una actriz de tournées de provincia, uno se pregunta si realmente crees en tus amenazas, tus chantajes repugnantes, tus inagotables escenas patéticas untadas de lágrimas y adjetivos y recuentos. Merecerías a alguien más dotado que yo para que te diera la réplica, entonces se vería alzarse a la pareja perfecta, con el hedor exquisito del hombre y la mujer que se destrozan mirándose en los ojos para asegurarse el aplazamiento más precario, para sobrevivir todavía y volver a empezar y perseguir inagotablemente su verdad de terreno baldío y fondo de cacerola. Pero ya ves, escojo el silencio, enciendo un cigarrillo y te escucho hablar, te escucho quejarte (con razón, pero qué puedo hacerle), o lo que es todavía mejor me voy quedando dormido, arrullado casi por tus imprecaciones previsibles, con los ojos entrecerrados mezclo todavía por un rato las primeras ráfagas de los sueños con tus gestos de camisón ridículo bajo la luz de la araña que nos regalaron cuando nos casamos, y creo que al final me duermo y me llevo, te lo confieso casi con amor, la parte más aprovechable de tus movimientos y tus denuncias, el sonido restallante que te deforma los labios lívidos de cólera. Para enriquecer mis propios sueños donde jamás a nadie se le ocurre ahogarse, puedes creerme.
Pero si es así me pregunto qué estás haciendo en esta cama que habías decidido abandonar por la otra más vasta y más huyente. Ahora resulta que duermes, que de cuando en cuando mueves una pierna que va cambiando el dibujo de la sábana, pareces enojada por alguna cosa, no demasiado enojada, es como un cansancio amargo, tus labios esbozan una mueca de desprecio, dejan escapar el aire entrecortadamente, lo recogen a bocanadas breves, y creo que si no estaría tan exasperado por tus falsas amenazas admitiría que eres otra vez hermosa, como si el sueño te devolviera un poco de mi lado donde el deseo es posible y hasta reconciliación o nuevo plazo, algo menos turbio que este amanecer donde empiezan a rodar los primeros carros y los gallos abominablemente desnudan su horrenda servidumbre. No sé, ya ni siquiera tiene sentido preguntar otra vez si en algún momento te habías ido, si eras tú la que golpeó la puerta al salir en el instante mismo en que yo resbalaba al olvido, y a lo mejor es por eso que prefiero tocarte, no porque dude de que estés ahí, probablemente en ningún momento te fuiste del cuarto, quizá un golpe de viento cerró la puerta, soñé que te habías ido mientras tú, creyéndome despierto, me gritabas tu amenaza desde los pies de la cama. No es por eso que te toco, en la penumbra verde del amanecer es casi dulce pasar una mano por ese hombro que se estremece y me rechaza. La sábana te cubre a medias, mis manos empiezan a bajar por el terso dibujo de tu garganta, inclinándome respiro tu aliento que huele a noche y a jarabe, no sé cómo mis brazos te han enlazado, oigo una queja mientras arqueas la cintura negándote, pero los dos conocemos demasiado ese juego para creer en él, es preciso que me abandones la boca que jadea palabras sueltas, de nada sirve que tu cuerpo amodorrado y vencido luche por evadirse, somos a tal punto una misma cosa en ese enredo de ovillo donde la lana blanca y la lana negra luchan como arañas en un bocal. De la sábana que apenas te cubría alcanzo a entrever la ráfaga instantánea que surca el aire para perderse en la sombra y ahora estamos desnudos, el amanecer nos envuelve y reconcilia en una sola materia temblorosa, pero te obstinas en luchar, encogiéndote, lanzando los brazos por sobre mi cabeza, abriendo como en un relámpago los muslos para volver a cerrar sus tenazas monstruosas que quisieran separarme de mí mismo. Tengo que dominarte lentamente (y eso, lo sabes, lo he hecho siempre con una gracia ceremonial), sin hacerte daño voy doblando los juncos de tus brazos, me ciño a tu placer de manos crispadas, de ojos enormemente abiertos, ahora tu ritmo al fin se ahonda en movimientos lentos de muaré, de profundas burbujas ascendiendo hasta mi cara, vagamente acaricio tu pelo derramado en la almohada, en la penumbra verde miro con sorpresa mi mano que chorrea, y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte del agua, demasiado tarde, naturalmente, y que yaces sobre las piedras del muelle rodeada de zapatos y de voces, desnuda boca arriba con tu pelo empapado y tus ojos abiertos

Niña de nácar

Cuando la noche o sus siete hilos de plata 
son siete huesos de mármol o un cielo de rosas 
en su temblor de pétalos, la luna en mis ojos
es un astro que no ve más que sombras.

Circular y deforme, el olvido son mis pájaros,
la ceguera del viento, la oscuridad que ennoblece 
este inerte vacío o esta migaja de pan, arrojada,
como piedra blanca, blanquísima  en mis yagas.

Tengo el presentimiento que un coro de murciélagos
anuncian las horas que pasan, aves hambrientas,
 sobre rosa sobre piel sobre viento, azul llorando.

martes, 17 de mayo de 2011

Mi amado Borges

Los espejos




Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos

sino ante el agua especular que imita
el otro azul en su profundo cielo
que a veces raya el ilusorio vuelo
del ave inversa o que un temblor agita

y ante la superficie silenciosa
del ébano sutil cuya tersura
repite como un sueño la blancura
de un vago mármol o una vaga rosa,

hoy, al cabo de tantos y perplejos
años de errar bajo la varia luna,
me pregunto qué azar de la fortuna
hizo que yo temiera los espejos.

Espejos de metal, enmascarado
espejo de caoba que en la bruma
de su rojo crepúsculo disfuma
ese rostro que mira y es mirado,

infinitos los veo, elementales
ejecutores de un antiguo pacto,
multiplicar el mundo como el acto
generativo, insomnes y fatales.

Prolongan este vano mundo incierto
en su vertiginosa telaraña;
a veces en la tarde los empaña
el hálito de un hombre que no ha muerto.

Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba hay un espejo,
ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma en el alba un sigiloso teatro.

Todo acontece y nada se recuerda
en esos gabinetes cristalinos
donde, como fantásticos rabinos,
leemos los libros de derecha a izquierda.

Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
no sintió que era un sueño hasta aquel día
en que un actor mimó su felonía
con arte silencioso, en un tablado.

Que haya sueños es raro, que haya espejos,
que el usual y gastado repertorio
de cada día incluya el ilusorio
orbe profundo que urden los reflejos.

Dios (he dado en pensar) pone un empeño
en toda esa inasible arquitectura
que edifica la luz con la tersura
del cristal y la sombra con el sueño.

Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso nos alarman.

jueves, 31 de marzo de 2011

Marguerite Yourcenar

Una sirena llora
La salida de un barco
Sobre el agua que borra.

Yo sufro la ausencia
Y el espacio duro;
La pena es un muro.

La ruta es una trampa:
Ni trenes, ni navío;
El viaje está vacío.

. . . . .

Reflejo, que tu lanza
Traspase la distancia
Y pegue con dulzor.

(La miel de las heridas
Embalsama el amor).

jueves, 24 de marzo de 2011

EL MURAL

Un año:1933
Un País: Argentina
Una invitación de Victoria Ocampo.
Un pintor: Siqueiros
Un poeta: Pablo Neruda
Una musa: Blanca Luz Brum
Una anarquista: Salvadora Medina Onrubia
Una Muerte: "Pitón"
Un diario: Crítica
Su fundador: Natalio Botana
Un sótano: EL MURAL.
 Todos partes de la misma hipocresía.

domingo, 20 de marzo de 2011

Los libros y la noche. (2000)

Dirección: Tristán Bauer
Guión: Tristán Bauer & Carolina Scaglione
Fecha de Estreno: 27 de abril de 2000

Sinopsis: Una aproximación al universo de Borges a través de la recreación de algunas de sus obras y la escenificación de varios aspectos de su pensamiento y de su vida.

sábado, 19 de marzo de 2011

El Privilegio de Simone de Beauvoir (Geneviéve Fraisse) Leviatán 2008

Bajo el signo del centenario del nacimiento de S. de Beauvoir, Geneviéve Fraisse ejercita el "arte de la memoria", y entreteje un texto hilando sus propias preocupaciones conceptuales y los textos de Beauvoir.
Su propuesta parte por recorrer la trayectoria cumplida por las mujeres en la conquista del saber.
Toma el concepto de privilegio, con el cual S. de Beauvoir titula en 1955 sus tres ensayos, y que luego utilizaría en la introducción del " El Segundo Sexo"
Geneviéve Fraisse: Filósofa, delegada interministerial a los derechos de las mujeres entre 1997-1998 y diputada en el Parlamento entre 1999 y 2004. Productora en France Cultura, es directora de investigaciones en el CNRS. Ha publicado entre otros títulos, Du Consentemer (2007). Desnuda está la filosofía, La controversia de los sexos, Los dos gobiernos: la familia y la ciudad, La musa de la razón

Ema

Los días de lluvia, Ema era la única
que tenía permitido salir al parque.
Los doctores saben,
demasiado de árboles.
Carlos Gallegos.

Ema recorre su piel vestida de noche.
Abre los espejos de su cuarto y camina
descalza sobre las huellas de su nombre
y sus siete lunas.

Por la hendidura de la palabra
aúlla el viento entre los pasillos
de su camposanto silencio.

Despierta al ángel y a la niña.
Desvela a la muñeca y esa vida suya
que en mí me vive, esta absurda vida
sin ojos donde latir.

Es que Ema me hace llorar.
Me recuerda que había una vez
un silencio con forma de árbol.

Ema abraza los árboles.

Invaden sus cicatrices
las raíces de la infancia
y Ema piensa que duerme.

Yo abrazo a Ema.

Ema y yo
alguna vez fuimos hojas
de un otoño sin ventanas.

Edith Piaf - Non, Je ne regrette rien